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jueves, 15 de octubre de 2009

Los niños de la basura

Días atrás, navegando por las páginas de varios diarios digitales, unas cifras espeluznantes revolvieron mis entrañas. Las frías cifras simplemente me traían una realidad a la que somos ajenos en este nuestro opulento día a día. Pero son cifras que golpean duro, o debieran hacerlo, sobre nuestras conciencias. Varios ceros, en centenas de millar, nos dejan el alma rota. Hablo de los niños de la basura, llamados niños buzo, niños humo, niños rata...




LOS NIÑOS DE LA BASURA.


El sol apenas había empezado a asomar por la montaña de escombros que los niños repasarían. Hacía apenas unos minutos había llegado un camión-contenedor de la ciudad y había vertido en aquel montículo cientos de kilos de su carga. Hoy, seguro, habría algo que comer.

Hacía fresco a esas horas, mucho, y las raídas camisas que llevaban no lograban calentar sus cuerpos tumefactos. Pero era mejor así, el calor de días atrás había provocado una proliferación de ratas y, en un par de semanas, habían muerto, a consecuencias de infecciones, Lian, Dewei y Yuga. Ya no quedaban muchos más niños, apenas una docena, en el poblado. Pero vendrían más, siempre lo hacían, cuando los fríos empezaran a apretar. El otoño no había hecho más que desperezarse, pero anunciaba un invierno duro. Vendrían más niños, muchos más, cuando la ciudad no acogiera mercados y el único refugio se encontrara en el arrabal, al amparo del calor pútrido de las muchas hogueras que, por doquier, pedían el beneficio del fuego depurador para acallar y consumir miserias.

La pequeña Xia fue la primera en llegar. Sus piernecitas de seis años solían ser las más ágiles del grupo. No en vano, Xia era la más activa y la más dispuesta, siempre. Una alegría contagiosa vivía en su cuerpecito escaso. No había conocido otra vida, su madre la parió entre ratas y escombros y entre ratas y escombros aprendió a sobrevivir con una sonrisa en los labios. Aunque su vida no ofreciera muchos motivos para el gesto, sin embargo, ninguna sombra mitigaba la luz de su sonrisa. Era un ángel en la iniquidad de un infierno.


Un viejo sillón raído, pero milagrosamente entero, le ofreció la pequeña felicidad del día y motivo más que suficiente para el juego. Había comido un poco aquella mañana, y eso la hacía estar especialmente feliz y satisfecha. El día anterior su hermanastro se había acercado a la ciudad y, aunque con el resultado de dos dientes rotos, un sinfín de hematomas y un desgarro en la musculatura de su brazo, se había podido agenciar con una buena cantidad de arroz y de fruta que había robado a uno de los últimos mercaderes ambulantes que aún permanecía en la metrópoli. Con la tripa llena, las cosas tenían otro color y aquella mañana, además, le prestaba un regalo sorprendente.

Mientras, algunos niños que habían llegado tras ella, disfrutaban de un pequeño festín entre los vertidos. No siempre era fácil encontrar comida fresca y aquel día la suerte les deparó un manjar de tallarines cocinados recientemente. Así que tomaran fuerzas, comenzaría para ellos un día más, “buceando” las basuras en busca de algo que poder vender luego.


Chew los observaba. Siempre lo hacía desde la distancia. Nunca se sintió a gusto con ellos, es más, los odiaba. En realidad, Chew odiaba a todo el mundo. Como una rata más, atento sólo a su necesidad y rindiendo homenaje a una soledad siempre pretendida, se deslizaba entre los vertidos en silencio, apenas una sombra entre las sombras.


Aquel día, Chew seguía los movimientos de Xia, tal vez con envidia. Así, fue el único que se percató enseguida del descubrimiento que la niña había hecho.

Entre los pliegues de la piel del sillón en el que jugaba, un resplandor llamó la atención de la pequeña. Dos delicados zarcillos brillaban robándole la luz al sol. La niña no dudó en prenderlos en sus orejas, entusiasmada. Se sentía única y bella.

Chew era ajeno a la alegría de la chiquilla, sin embargo no apartaba la mirada de aquellos soles, ni de la piedra que lucía en medio de los pendientes, una piedra que acumulaba todo el fuego de la tierra y que besaba el oro que la circundaba. Y suposo que aquello tenía valor, mucho valor. Un deseo superior a todos lo que hubiera tenido hasta entonces se apoderó de él. Tenía que conseguir aquella joya como fuera. Le garantizaría muchos días de calma a su dolorido estómago.

Xia bailaba y reía a carcajadas, distraídamente, abrazada a algún sueño, y no vio como Chew se acercaba lentamente a ella. El chico levantó una gran piedra y la estalló contra la nuca de la pequeña acallando su risa al instante. Su cuerpecito menudo se derrumbó, herido, sobre un charco de sangre. Chew tomó un trozo de cristal del suelo y con toda la frialdad que sus diez años entre montañas de basuras había cincelado en su espíritu, cortó sin miramientos las orejas de la niña. Un grito de júbilo llenó su garganta y, sin mirar atrás, se alejó lentamente del lugar.